Encontré el paraíso en Samui por menos de lo que imaginas
Si me hubieran preguntado el invierno pasado dónde imaginaba que residiría el paraíso, probablemente habría murmurado algo sobre una lejana e inalcanzable mota azul en la portada de una revista de viajes. El tipo de lugar reservado para los adinerados y los afortunados con Instagram. Sin embargo, aquí estoy, con café en mano y sal en la barba, escribiendo desde el porche fresco de un bungalow en Koh Samui, Tailandia, con el suave percusión de las olas como única fecha límite. Y, contra todo pronóstico, mi cuenta bancaria sigue sorprendentemente intacta.
Demos un paseo lento juntos por esta idílica isla, un paraíso que, como he descubierto, es más accesible y tiene más matices de lo que parecen en los folletos.
El primer vistazo: no todos los paraísos tienen precio
Mi llegada a Samui no fue la estruendosa llegada de un fin de semana de jet set, sino el lento desenlace de un viaje en ferry desde Surat Thani. El Golfo de Tailandia, al amanecer, es menos una masa de agua y más un reflejo del cielo: nubes que se tiñen de rosa y naranja, pescadores locales deslizándose silenciosamente en botes de cola larga, con sus redes arrojadas como viejos poemas a través de la luz ondulante.
Fue el tipo de llegada que te hace olvidar, por un instante, que eres turista. Y este es el primer secreto: Samui recompensa a quienes se toman su tiempo. Cuanto más te alejas de los lujosos resorts de Chaweng y Lamai, más se revela la isla: hamacas colgadas entre cocoteros, puestos de fideos familiares y bungalows en la playa que cuestan menos por noche que tu última cena urbana.
Bungalows y presupuesto: el arte de vivir con ligereza
La cuestión de Samui es que, si quieres, puedes gastarte una fortuna en piscinas infinitas y vino importado. Pero no tienes por qué hacerlo. Mi alojamiento —un bungalow de madera desgastada en la playa de Maenam— me cuesta menos de 1 TP7T25 por noche (incluido un desayuno con fruta y café fuerte y dulce). El lugar rebosa personalidad: los geckos patrullan el techo y una brisa traviesa se cuela por debajo de la puerta cada noche.
En Tailandia, "económico" rara vez significa "básico". Por una suma modesta, obtienes un rincón privado de arena, una hamaca para tardes de relax y el tipo de atardeceres que inspiran miles de novelas a medio escribir. ¿Mi consejo? Negocia con cuidado, llega antes de la temporada alta y busca alojamientos gestionados por lugareños, pues ellos son los guardianes de las historias, además de toallas de repuesto.
Comer como un local: Mercados, cocos y el ritual del curry
Abordemos una verdad universal: en el paraíso, hay que comer bien. Los mercados nocturnos de Samui son un espectáculo y una ganga: brochetas de pollo a la parrilla, ensalada de papaya recién hecha ante tus ojos, helado de coco servido con cáscara. Cenar, casi siempre, cuesta menos que una entrada de cine.
Pero aquí la comida no es solo sustento; es un vínculo social. En un restaurante familiar cerca del Templo del Gran Buda, aprendí que la palabra tailandesa para "comer" (กิน, gin) es inseparable de la palabra para "arroz" (ข้าว, khao), un recordatorio de que, aquí como en todas partes, compartir el pan (o arroz) es un acto de hermandad.
Un breve inciso: no subestimes al humilde coco. Frío, abierto al instante, es a la vez hidratación y postre: un pequeño milagro cotidiano que cuesta aproximadamente un dólar.
Más allá de las playas: Casas espirituales y sentidos despertados
Samui no es solo un tapiz de playas; es un lugar lleno de mitos y recuerdos. A lo largo de la carretera, entre las raíces de banianos, encontrarás casas de los espíritus: templos en miniatura adornados con guirnaldas y ofrendas, donde los lugareños honran a los huéspedes invisibles que comparten su tierra. Es una costumbre que refleja, a su manera, el anhelo humano universal de reconciliarse con los misterios de la existencia.
Pasé una tarde explorando Wat Plai Laem, un exuberante templo budista rebosante de dragones de mosaico y risas de escolares. El aire estaba impregnado de incienso y el suave murmullo de los cánticos. En momentos como estos, uno se da cuenta de que el paraíso no es solo un paisaje, sino una forma de ver, una que acoge lo sagrado en lo cotidiano.
Lecciones para desacelerar: El verdadero costo del paraíso
Si hay una sola lección que Samui nos enseña, es esta: el paraíso es menos un destino que un ritmo de vida. Aquí, la urgencia se disuelve con la marea. Los lugareños no miden el tiempo en minutos, sino en comidas y monzones. Mientras escribo, un pescador desenreda su red con la paciencia de un relojero; un vendedor ordena lichis en pirámides impecables; un niño aprende a flotar por primera vez.
Así que, querido lector, si anhelas la mítica "escapada", recuerda que el paraíso no tiene por qué ser prohibitivamente caro ni estar tan lejos. A veces, simplemente se trata de llegar en silencio, escuchar atentamente y dejar que el mundo se calme a tu alrededor.
¿Quién sabe? La hamaca te espera, y quizá encuentres Samui, como yo, por menos de lo que imaginaste.
Consejos prácticos para el viaje:
- Viajar con poco equipaje: Los ferrys cobran por bolsa, y querrás tener las manos libres para tomar un helado de coco.
- Comer aventureramente: Las mejores comidas rara vez se encuentran en restaurantes con menús en inglés.
- Negociar amablemente: Una sonrisa y una palabra amable van más allá del regateo.
- Respetar las costumbres locales: Cúbrete los hombros a la altura de las sienes y devuelve siempre un wai (el saludo tailandés).
- Mantén la curiosidad: Después de todo, el paraíso favorece a los de corazón abierto.
Feliz viaje. Ojalá encuentres tu propio rincón de paraíso y que te cueste menos de lo que imaginas.
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